Los albaricoques no son sólo de verano

Sorpresas que te hacen cambiar el rumbo

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Uno piensa que tal vez lo que bueno no se repite, no llega, no se volverá a sentir. Pero es justo en ese instante cuando se da cuenta que no ha conocido aún lo realmente bueno. Una vez alguien me dijo que lo que tenía en ese momento no era lo que necesitaba, lo que merecía, lo que me hacía feliz. Un loco le llamé yo a ese amigo. Pero sus palabras se mostraron sabias cuando llegó la temporada de verano.

El puerto amanecía en calma esa mañana de finales de junio. El calor ya era intenso a las horas tempranas. Como siempre, el capitán del barco gritaba a babor y estribor sin importarle si se le escuchaba o no. Hay gente que grita no para que se le escuche sino para escucharse ellos mismos. Como siempre, yo, cual joven contramaestre, le contestaba y hacía frente a sus quejas e insinuaciones maliciosas. Fue en el momento más álgido de la discusión cuando un compañero en la entrada del barco me indicó que había llegado la nueva marinera. «¡Menuda vergüenza!», pensé. Había oído los gritos que maldecían. Vaya recibimiento además venía de parte de mi buen amigo Glad.

Salí a su encuentro. Frente a mí se apareció. Siempre he pensado que las apariciones existen, pero no como fantasía mística sino como realidad terrenal, y esta era la prueba. La descripción desmerece. Ojos que sonríen, labios que acarician, una cara que hipnotiza . Así me quedé yo desde ese momento hasta que los gritos del capitán interrumpieron el embrujo. Ya había oído su voz, su dulce voz cuando me llamó por el puesto de cocinera para nuestro barco. Me había imaginado una mujer simpática, bonita…pero no me imaginé que ante mí estaba a quien tanto había soñado.

Le expliqué sus cometidos, ese día no tenía que empezar pero yo no quería perder la oportunidad de sentir ese momento como un espejismo. Le presenté a regañadientes al capitán que, misteriosamente, en el preciso instante que se puso frente a ella también cambió la cara y sus gritos se convirtieron en suaves palabras a modo de cortejo. El capitán es un viejo lobo de mar que se las sabe todas y todas han sabido de él. A pesar de su edad ya madura conserva el pico de oro que tantos éxitos le han dado. Un don Juan trasnochado pero un don Juan nunca se jubila, siempre está al acecho, y éste lo estaba.

Continué con el recorrido por el barco, por las cabinas, por las cocinas, por los camarotes. Cada momento que pasaba con ella me hacía temblar de algún modo, y su eterna sonrisa me ruborizaba. ¡Me ruborizaba a mí! Yo que había navegado en tres océanos, embestido ballenas asesinas con arpones, que he desafiado tempestades árticas, que había conocido muelles de vida insana. Era como si la hubiera tenido en mente desde hacía mucho tiempo.

De pronto asomó el patrón por el puente de mando. El patrón es el viejo compañero del capitán. Hombre sabio y experimentado, un noble que mantiene la compostura, no muy dado a las palabras más que las necesarias, pero una de esas personas que tan sólo con su modo de mirar ya provocan respeto. El patrón se acercó a mi para preguntarme sobre la nueva chica en el equipo. Hechas las presentaciones, el patrón, para mi sorpresa, se ofreció a ser él mismo su cicerón. Esto no lo había visto nunca. Jamás el patrón se había tomado tantas molestias con nadie nuevo. Un ejemplo más de que él, que es quien menos se deja impresionar por nada ni nadie, acostumbrado a ser el referente de las miradas y las atenciones, y acostumbrado a surcar mares y conocer gente de postín y raleas, se había quedado tan “embobado” como este joven contramaestre que escribe.

Desde ese momento mi relación con la nueva cocinera fue viento en popa. Los días en el barco pasaban a toda máquina. Me distraía por frecuencia por la zona de cocina con cualquier excusa, y alargaba mis turnos para permanecer más tiempo al lado de ella. El primer día que hicimos puerto desde que zarpamos fue el día de San Fermín. Ese día le propuse hacer una pequeña excursión por el barrio de la riera muy famoso en la ciudad en la que amarrábamos. Allí pedimos unos mojitos, compartimos confidencias, emociones, sonrisas, miradas, juegos… Comprendí que era tan real lo que sentía como la sal en la mar. Su sonrisa era oceánica, su mirada cristalina.

A la mañana siguiente, sin que nada hubiera pasado y todo se hubiera sabido, volví a buscarla a su cocina y le fui a llevar unos albaricoques que había comprado en el puerto. Le dije que los albaricoques eran de verano. Así llegan, así aparecen, brotan en climas templados. No toleran bien el frío. Son suaves, sonrosados y cálidos. Y lo mejor de todo es que están muy ricos. Eso le hizo mucha gracia porque precisamente estaba preparando un zumo de ese misma fruta. Ambos reímos y desde entonces no hemos dejado de sentirlo…

Siempre quise creer que la vida de un marinero es navegar entre tempestades con días claros, pero des de entonces comprendí que se puede surcar los mares en calma, bajo un sol intenso y un cielo nítido. Que la mar no tiene que ser agresiva para sentirla de cerca, para saborearla, para quererla. Quizá a veces pensamos que falta algo de emoción, pero no es cierto, hay intensidad y si al principio los marineros nos mareamos cuando estamos en tierra firme, al poco tiempo nos sentimos que esa es la tierra verdadera, la que pisamos, y la que queremos pisar. No hacen falta motines a bordo para sentir la libertad, la comprensión entre compañeros de viaje. Las velas están izadas y el tiempo acompaña, así que sólo nos queda dejarnos llevar por el tiempo, por el viento que es favorable, sin miedo.

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